El reconocimiento de las víctimas.(El Diario Vasco, 12 de abril de 2007)
Si dentro de un tiempo, al explicar a nuestros hijos lo que ha pasado en el País Vasco durante estos años, tuvieran dificultades para entender que aquí se mató por ideas políticas, que hubo asesinatos, torturas y estrategias deliberadas de imposición y exclusión, si aquello les resultara literalmente algo increíble, eso significaría que las cosas han ido bien, que se ha asentado en nuestra sociedad el principio de que ningún proyecto político justifica el asesinato de personas inocentes. Una sociedad no supera la violencia ni mediante el olvido ni mediante la memoria, sino cuando la violencia se le ha vuelto literalmente incomprensible. Puede que ésa sea la clave de deslegitimación social del terrorismo: cuando en una sociedad se agota la credibilidad del discurso que vinculaba la violencia con algún esquema justificatorio, los actos de violencia quedan mudos, sin sentido, incomprensibles. Y en el final del proceso se convierten en algo inaudito, difícil incluso de creer. Pero no estamos en ese momento, sino en otro mucho más cercano a unos acontecimientos que nos interpelan desde un pasado reciente y todavía se ciernen sobre nosotros como una posible amenaza. Porque conviene no desdramatizar los acontecimientos, ni quitarse de encima una responsabilidad que afecta, aunque sea de diversa manera, a todos. Quienes hemos asistido a esta tragedia no podemos echarla al olvido sin plantearnos qué pudimos hacer mejor y, sobre todo, cómo debemos recordarla para evitar que se repita en el futuro.
En la película Ararat, de Atom Egoyan, en la que se narra el genocidio del pueblo armenio a manos del Estado turco (algo que sigue siendo negado por Turquía), se recoge el relato de una mujer alemana que ha visto cómo los soldados turcos cometían actos de una crueldad innombrable contra mujeres armenias. La testigo termina su narración con esta frase: «Ahora, ¿qué voy a hacer con mis ojos?». Ésa es efectivamente la pregunta ética fundamental después de la violencia. A partir de ahora, ¿cómo hemos de mirar, recordar, contar de tal manera que se reconozca a las víctimas, se deslegitime la violencia y se pueda divisar un horizonte de reconciliación? La paz nos exige otra forma de mirar al pasado, al presente y al futuro. Y es que cuando se ha alcanzado la paz queda todavía lo más difícil: superar el odio y el sectarismo, construir la confianza y eliminar el miedo, reconstruir el respeto a la ley y su no instrumentalización. Queda, sobre todo, el problema de la «memoria justa» (Ricoeur), cómo digerir las atrocidades del pasado y cómo ayudar a las víctimas a recuperar la esperanza.
Para reconocer adecuadamente a las víctimas, para entender en qué debe consistir ese reconocimiento, lo primero que ha de hacerse es tener en cuenta qué tipo de daño se les ha hecho. Hacer justicia a la víctimas es reparar un triple daño: reparación del daño personal en la medida en que sea posible, reconocimiento de la ciudadanía de las víctimas y reconciliación, que no quiere decir que todos estemos de acuerdo, sino que la convivencia política esté construida, sin perjuicio del normal antagonismo democrático, desde los principios de igualdad, pluralidad e inclusión.
La idea de reconocimiento es fundamental cuando se trata de reconstruir el carácter de sujetos políticos activos a quienes se había despojado violentamente de esta capacidad. La experiencia de ser víctima es, ciertamente, un sufrimiento físico, pero también el signo de un desprecio injustificado que consiste en una reducción o aniquilación de la capacidad de actuar; la violencia despoja a la víctima de su carácter de sujeto político. Ser víctima no sólo es haber sido dañado en su integridad física sino haber sido expoliado de su pertenencia cívica y de su condición de actor político. Es ésta la situación que es preciso superar. Reconocer es restituir a otros el carácter de sujetos políticos. No estamos por tanto ante un problema de redistribución entre personas cuya cualidad de miembros de una sociedad con pleno derecho está asegurada. De lo que se trata es de devolver a determinadas personas la cualidad de co-protagonistas de nuestro destino colectivo.
Desde esta perspectiva cabe entender en qué puede consistir una de las formas de desprecio que se ciernen sobre las víctimas en los momentos de resolución de un conflicto. Y tal vez nos ayude a comprender por qué las víctimas suelen sentirse entonces nuevamente amenazadas y cómo disipar ese temor. Podríamos llamarlo «la amenaza de la simetría». El filósofo Hans Jonas lo formulaba como el temor a que la bondad y la infamia terminen ex aequo en la inmortalidad. Lo que puede resultar más indignante para una víctima, lo contrario del reconocimiento, es la simetría que algunos pretendan establecer entre ellas y sus agresores. Una guerra o un conflicto entre comunidades puede acabar así, pero en Euskadi no ha habido ni lo uno ni lo otro. Ni siquiera los infames episodios de violencia de Estado pueden justificar un esquema de simetría, de tal manera que la culpabilidad estuviera repartida a partes iguales. La violencia no ha sido nunca inevitable, ni cabe justificarla como respuesta adecuada a otra violencia anterior.
Por supuesto que en los conflictos hay sufrimiento en todas partes, pero no todo el que sufre es víctima, según advierte Reyes Mate. Por supuesto que hasta el agresor más despiadado tiene unos derechos que son inalienables. Y además, por exigencia de humanidad estamos obligados a paliar todos los sufrimientos, en la medida en que nos sea posible, pero sin olvidar que no es lo mismo una víctima inocente que un verdugo que sufre. Son dos realidades incomparables, aunque ambas requieran atención. Como afirma Claudio Magris, la igualdad de las víctimas -todas son dignas de memoria y piedad- no es igualdad de las causas por las que han muerto. No se puede invocar el sufrimiento general para diluir las responsabilidades y disolver la inocencia en una culpabilidad igualmente repartida. Sería radicalmente injusto llevar a cabo un reconocimiento indiferenciado a las víctimas, que no distinga el sufrimiento de las víctimas y el de los victimarios. Un error de este estilo fue el que cometió hace unos años el presidente de Italia al equiparar a los fascistas con sus víctimas, error que se ha repetido muchas veces en otros sitios. Esa indiferenciación entre unos y otros parte del cómodo prejuicio de pensar que, rindiendo homenaje a la memoria de todos los que han sufrido en uno u otro lado de un conflicto, las instituciones no debieran pronunciarse acerca de los valores y las motivaciones de sus actos.
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