jueves, 31 de mayo de 2007

Descarrilamiento de un modo de concebir el final de ETA

Javier Villanueva (Página Abierta, 178, febrero de 2007)

El panorama inmediato tras el atentado del pasado 30 de diciembre en Barajas ha sido desolador. No sólo por la tristeza en los rostros de los familiares y paisanos de los dos ecuatorianos sepultados entre los escombros, o por la espectacularidad del destrozo causado en la Terminal 4, o por la frustración de la esperanza de ver ya el final de ETA. También ha pesado lo suyo la inoportuna y lamentable trifulca política que se ha montado a cuenta de las manifestaciones de Madrid y Bilbao. Pero se equivocarán el PP y ETA-Batasuna si toman el desconcierto general que ha habido como un éxito suyo. Si se mira bien, lo que ganan con lo ocurrido es pan para hoy y hambre para mañana.
La consecuencia más importante del atentado de Barajas es que ha descarrilado algo más que una tregua o un alto el fuego permanente. Ha descarrilado la idea misma de la tregua, como se ha dicho tanto en estos días, que ha perdido toda credibilidad: la tregua –como aval para iniciar un “proceso de pacificación”– ya no vale un pimiento. Tras Barajas, ha pasado a primer plano la renuncia definitiva de ETA a las armas como condición inexcusable para empezar a hablar. Ha descarrilado también una manera de concebir el final de ETA (y en el fondo de concebir el “problema vasco”, con un fuerte arraigo en el País Vasco y en los ambientes progresistas y nacionalistas de Cataluña y en la izquierda de la izquierda del conjunto de España) que lo asociaba estrechamente, de una u otra manera, a la existencia de un déficit democrático y a la discusión de ciertas cuestiones políticas y, por tanto, al intercambio de cromos, como si el fin de ETA fuese la puerta para acceder a un nivel superior de democracia en el País Vasco y en el conjunto de España.
En la resaca del atentado de Barajas se está reforzando en la opinión pública, como nunca hasta ahora se ha conocido, la convicción de que si ha de haber cambios políticos será porque la sociedad los desea y porque se siente con capacidad de concretarlos e implementarlos sin dañar derechos de terceros. Pero no, ni nunca, a cuenta del fin de ETA o como premio a su desaparición. En Barajas ha quedado demostrado que la asociación de ambas cosas es puro veneno, más allá de las (buenas) intenciones de muchos.
Diálogo y oportunidad
Según el diccionario de María Moliner, diálogo es la acción de hablar con otra o más personas, contestando cada una a lo que otra ha dicho antes. Exige primero escuchar y luego contestar a lo que nos han dicho. Así entendido, el diálogo es un principio general de relación y comunicación entre personas. Y lo contrario al monólogo que abunda en la política: soltar tu rollo y no escuchar el del otro ni responder a sus preocupaciones.
Es evidente que no hay diálogo si una de las partes no quiere escuchar y contestar. Eso es lo que ha ocurrido normalmente con ETA. Si miramos hacia atrás, observaremos que los atentados más duros los ha cometido ETA cuando tenía delante algunas expectativas de diálogo con el Gobierno central. Ha sido en esos momentos, en vísperas o en medio de conversaciones, cuando entendía la oferta de diálogo como una debilidad de la otra parte y, en consecuencia, cuando la interpretaba como una ocasión para pujar al alza en su carrera y llevar a cabo más y más sangrientos atentados. Florencio Domínguez ha ilustrado en sus libros esta tesis con una contabilidad detallada de las acciones de ETA y de sus víctimas relacionadas directamente con esa curiosa y trágica concepción del diálogo que asociaba el número de muertos a la exhibición de poder y a la expectativa de aumentar su margen de negociación. Aunque, si se echan bien las cuentas, en realidad lo que conseguía con ello no era sino cerrar a cal y canto cualquier salida dialogada y empeorar las cosas en vez de mejorarlas.
Aun así, y durante muchos años, el final dialogado de la violencia ha sido una bandera política que algunos la contraponían tajantemente a la derrota de ETA. Pues bien, el tiempo ha demostrado que la separación tan contundente entre ambas cosas no era acertada y que ha sido necesaria la voluntad de inferir a ETA un elevado grado de derrota en todos los planos (moral, político y operativo) mediante un acoso sin cuartel: político, legislativo (en especial, con la Ley de partidos, que ha dejado en fuera de juego político al sector social en que se apoya ETA), judicial, penitenciario, policial, mediático, especialmente en el quinquenio del 2000 al 2004, para que pudiera madurar su conciencia de que no tiene otra salida que el abandono definitivo de las armas o la cárcel y, a partir de esa constatación, para crear la oportunidad de que el presidente Zapatero llevara al Congreso una iniciativa política para llegar a un final dialogado de la violencia de ETA.
Por decirlo de otra manera, la fórmula del final dialogado no es sino una versión particular de la historia del palo y la zanahoria. Lo cual parece que se está olvidando ahora, tras el atentado de Barajas, cuando unos vuelven a enfatizar el talismán de la derrota y otros el talismán del diálogo como si fueran dos cosas necesariamente contrapuestas. Unos y otros olvidan que no hay talismanes, o que son falsos, o que ambos paradigmas en estado puro han fracasado igualmente. Aunque sea una paradoja, ha sido la combinación de ambas cosas, su derrota (relativa) y la oferta de un diálogo (condicionado), aparentemente tan contradictorias, lo que ha permitido durante nueve meses que hayamos vivido la esperanza de lograr el final definitivo de ETA.
Desde que en los años 2002-2003 declinó la última gran campaña de atentados mortales de ETA, apenas nadie discutía que ETA y Batasuna estaban contra las cuerdas: rechazados por la inmensa mayoría de la sociedad, expulsados de la política, acosados por los aparatos policiales y judiciales y por el compromiso de colaboración antiterrorista de los Estados a escala internacional tras los atentados islamistas de Nueva York, Madrid y Londres. El reloj corría en su contra. O variaban de rumbo, o se metían en un túnel sin salida. Batasuna no tenía futuro político si continuaba atada a ETA, y estaba abocada a romper con ETA si quería tenerlo, mientras que ETA se quedaba sin otro horizonte plausible que la cárcel y el exilio.
La oferta de Zapatero a ETA de un final dialogado, confirmada por la resolución del Congreso de los Diputados en mayo de 2005, fue una manera inteligente, oportuna y eficaz de interpretar la situación de ETA y Batasuna. Su base racional fue (y sigue siendo) la presunción de que hay un interés mutuo de minimizar los riesgos de una operación como la de poner punto final a la existencia de ETA que presenta abundantes complicaciones.
Por parte del Gobierno de Zapatero y de la mayoría parlamentaria que le apoya había (y sigue habiendo) un interés razonable de minimizar los riesgos de que ETA persista en su actividad, o de un final incierto e incontrolado, o de un final que deje heridas sin cicatrizar y un rescoldo de resentimientos...
Por parte de ETA y Batasuna no sólo se trata de minimizar el riesgo de perderlo todo. Se trata de aferrarse a un modelo de final que es el menos malo de todos los imaginables tal y como están las cosas: le abre la puerta a una salida no humillante, lo que es mucho a estas alturas, una salida arropada por la vuelta a la legalidad política del sector social cuya principal seña de identidad ha sido hasta la fecha unir su suerte a la de ETA, lo cual a su vez le permite componer un discurso ante los suyos más o menos apañado de que a partir de ahora van a proseguir su lucha por medios pacíficos y democráticos.
El alto el fuego declarado por ETA el pasado 22 de marzo fue una respuesta inteligente a esta situación, acogiéndose a la oferta pública de Zapatero de un final dialogado. La declaración de ETA de aquel día contenía dos importantes novedades: 1) el anuncio del cese permanente de sus actividades violentas, esto es, el abandono de hecho de las armas mediante el acto unilateral de expresar esa voluntad; 2) la razón que sostiene esa decisión («impulsar un proceso democrático en Euskal Herria para construir un nuevo marco en el que sean reconocidos los derechos que como Pueblo nos corresponden y asegurando de cara al futuro la posibilidad de desarrollo de todas las opciones políticas»), lo cual es una forma de reconocer que las armas y las bombas no sirven para ello y, por consiguiente, de reconocer su inutilidad política.
Pero, por decirlo todo, también proyectaba en su ambigüedad algunas sombras inquietantes. Eludía lo principal que ahora se espera de ETA: la confirmación expresa y clara de su renuncia definitiva a imponer a la sociedad sus objetivos políticos por la fuerza de las armas, las bombas y la extorsión, y, por tanto, eludía también el reconocimiento del daño causado a sus víctimas y al conjunto de la sociedad. Esto último, además, quedaba aún más ensombrecido por la advertencia de que pretendía convertir su trágico historial en un capital político para el futuro de los “suyos”. De forma que, en su lenguaje peculiar, ETA avisaba de que no estaba dispuesta a echar por el retrete la justificación de su existencia y de su persistencia y de que la única forma de medir su “utilidad histórica” era mediante la obtención de unas contrapartidas políticas a cuenta de su desaparición.
Estas ambigüedades no pasaron desapercibidas para muchos, pero predominó un aire comprensivo hacia esa forma de anunciar su final por parte de ETA, entendiendo que fuera la única viable, probablemente. Al margen de que unos lo vieran con más optimismo y otros con más escepticismo, a una gran mayoría de la sociedad le pareció razonable que el Gobierno se embarcara en este intento, a tenor de las encuestas, y lo consideró un ejercicio responsable de sus obligaciones con la sociedad. C
Concepto y método: los dos carriles,

En su libro-entrevista Mañana Euskal Herria, editado por Gara a finales del 2005, Arnaldo Otegi presume de que, en el acto de Anoeta celebrado el 14 de noviembre del 2004, Batasuna aportó un método nuevo para afrontar y superar el “conflicto político y armado vasco”: «La propuesta de las dos mesas, los dos espacios de diálogo con protagonistas y contenidos diferenciados». «Las dos mesas –dice– conforman en realidad un proceso integral, que es político y que es de desmilitarización». Para ilustrar su carácter integral, Otegi advierte de que no se puede quedar en una “negociación técnica”, es decir, en un “proceso de desmilitarización”, ni tampoco en una reforma estatutaria. Ni una ni otra cosa, dice, permitiría resolver el “conflicto”. Conclusión: nos avisa de que el “conflicto” permanecerá mientras no se desaten sus dos nudos: «El reconocimiento de Euskal Herria como sujeto político y el derecho a decidir del pueblo vasco».
Lo que propone Otegi, por tanto, es más que un método de resolución, las dos mesas, ya que incluye también a su vez los contenidos de los acuerdos a los que se debe llegar en cada una de ellas. Entre ETA y los Gobiernos de los dos Estados se abordará la «desmilitarización del conflicto» y se acordará «la superación de las consecuencias del mismo en lo que se refiere a presos, refugiados y víctimas multilaterales». En la otra mesa, «entre los agentes políticos, sociales y sindicales de Euskal Herria», se acordará «el camino que nos conduzca hasta una realidad donde sea posible que vascos y vascas, de manera pacífica y democrática, decidamos libremente nuestro futuro».
Por consiguiente, la interpretación de la oferta de Batasuna en Anoeta asocia en un todo inseparable estas tres proposiciones: 1ª) ETA es la expresión armada de un conflicto político; dicho de otra forma, es “una violencia de respuesta” derivada de la existencia de un conflicto; 2ª) la esencia del conflicto es la negación de (toda) Euskal Herria como nación y la negación de su derecho a la autodeterminación; 3ª) la desaparición de ETA está vinculada a la superación del conflicto. De manera que estamos no sólo ante un método o forma de resolver el dichoso “conflicto”, sino sobre todo ante una definición de él, ante un modo muy particular de concebirlo. Para que no quedara duda, Otegi afirmó con énfasis que esta propuesta tenía el respaldo de toda la izquierda abertzale, es decir, también de ETA.
Bien mirado, sin embargo, todo el mundo nacionalista vasco comparte esta concepción que, primero, relaciona el origen y la persistencia de ETA en relación con el conflicto político vasco y que, luego, aúna la solución de ambas cosas en un binomio inseparable: el proceso de “pacificación y de normalización”. Aunque con algunos matices muy importantes, sobre todo en lo que concierne a la primera proposición. La parte de este mundo identificada con el llamado nacionalismo democrático (representada políticamente hoy día por PNV, EA y Aralar) restringe el alcance de la primera proposición y la limita a los orígenes de ETA durante el franquismo. Para este amplio sector de la sociedad vasca la persistencia de ETA no sólo ya no se justifica con los actuales niveles de democracia y autogobierno, sino que merece su rechazo moral (o reprobación o condena), aparte de considerarla contraproducente e inútil para la propia causa nacionalista vasca.
De alguna manera, tampoco es del todo ajena al mundo del socialismo vasco dicha concepción. En el epílogo del libro Los últimos españoles sin patria (y sin libertad). Escritos sobre un problema que no tiene solución pero sí arreglo (Editorial Cambio, 2003), de Jesús Eguiguren, el actual presidente del PSE, publicado dos años antes del de Otegi, se puede leer lo siguiente: «El objetivo es abrir una dinámica tendente a superar la situación de tragedia y sufrimiento que padece la sociedad vasca. La forma de superar este estado de cosas es el consenso de las distintas tradiciones políticas que integran el pluralismo vasco, mediante acuerdos que sólo pueden lograrse en ausencia de cualquier tipo de violencia». Esta frase de Eguiguren comparte la tercera proposición que va implícita en la oferta de Anoeta, aunque no en absoluto las otras dos, de modo que también asocia el final de ETA (y de las consecuencias de «tragedia y sufrimiento que padece la sociedad vasca») a un arreglo sobre las cuestiones políticas que nos dividen y enfrentan a los vascos.
Este punto de encuentro entre Otegi y Eguiguren tampoco es una cosa extraña. En realidad, esa tercera proposición es una parte sustancial de un modo de concebir el final de ETA predicado por el nacionalismo vasco desde los tiempos del Pacto de Ajuria Enea (firmado en enero de 1988) y aceptado por el resto de las fuerzas políticas, incluido el PP de la época (entonces Alianza Popular). De modo que se apoya en una evidente legitimidad histórica. Por ello, pienso que ahora, 19 años después, ha sido, en muy buena medida, inevitable la exigencia de un doble diálogo para encauzar el final de ETA: entre los partidos políticos y entre ETA y el Gobierno central.
Por un lado, una parte muy importante de la sociedad, la que representa el nacionalismo vasco, así lo exige y quiere, puesto que considera importante que, más allá del final de ETA y para erradicar la tentación de que resurja otra reacción parecida, se intente resolver el conflicto político que –a su juicio– motivó el nacimiento de ETA. Es más, esta retórica conecta con el mito nacionalista de un punto cero en que se vaya a resolver definitivamente el conflicto vasco, que se arrastra desde 1839 según la doctrina de Sabino Arana (y según otros, desde 1200, cuando Castilla arrebató los territorios de Vizcaya, Álava y Guipúzcoa al reino de Navarra, y desde la conquista de Navarra por las tropas del Duque de Alba en nombre de Castilla en 1512). Cualquiera sabe que es así como piensa en general el mundo nacionalista vasco al respecto.
Por otra parte, el segundo carril, esto es, la exigencia del diálogo entre los partidos políticos, siempre está abierto en la democracia si se mira bien, de manera que no se puede negar, salvo negando la democracia misma.
Prevenciones y límites
Intuyo que si Zapatero aceptó en su día la metodología de los dos carriles no fue tanto por creer en su bondad sino por estas dos razones que acabo de exponer. Lo cual es un acto de realismo puro y duro por su parte. Zapatero sabe que hoy día sería excesivo exigirle al nacionalismo vasco que renuncie a ese mito del punto cero, cuando éste carece de una alternativa que lo sustituya y se quedaría desnudo. Y, además, sabe que no podría negarse a este segundo carril (la mesa de partidos) sino a costa de quedarse en desventaja ante sus competidores, que le colgarían el sambenito de oponerse al diálogo político y, en consecuencia, a la democracia misma.
Cualquier observador estaba al tanto, y por consiguiente también lo habrá estado Zapatero, de la convergencia de un conjunto de intereses que han operado en los dos últimos años como un efecto dominó a favor de la puesta en marcha de la mesa de partidos. Le interesa vitalmente a Batasuna para que conste que “el proceso” no se limita al final de ETA, de modo que el segundo carril y sus resultados se han convertido en la imagen misma de su no derrota y en el contador que la acredite. También interesa por estrictos motivos políticos (de sacar la cabeza y compartir algo de protagonismo con los actores principales: ETA y el Gobierno central, Batasuna y el PSOE-PSE) a los dos socios del Gobierno tripartito vasco: EA y EB. Mientras que Ibarretxe se ha erigido en ciertos momentos en su mayor propagandista por la misma razón. Y, finalmente, incluso los intereses electorales del PNV empujan en esa misma dirección: no puede regalar esa bandera a otros ni puede dejar todo el control de los tiempos y los contenidos del llamado proceso de paz a Batasuna y al PSOE-PSE.
La conclusión para Zapatero era obligada: no había más remedio que darle carrete, dicho en negativo, al método de los dos carriles. En positivo: había que tratar de reconvertir el sentido y el objetivo de cada uno de los dos diálogos.
En lo que atañe al primer carril, la resolución aprobada por el Congreso de los Diputados en mayo de 2005 establece las reglas de juego a las que debe atenerse el final dialogado propuesto por Zapatero: a) de entrada, está condicionado a que ETA muestre una clara e inequívoca voluntad de poner fin a la violencia; b) exige respetar el principio democrático de que las cuestiones políticas deben resolverse únicamente a través de los representantes de la voluntad popular; c) afirma que no hay intercambio de cromos, que el fin de la violencia no tiene precio político. Por tanto, este final dialogado, además de ser condicionado y limitado, presupone la separación estricta entre el fin de ETA y los diálogos políticos consustanciales a la democracia para llegar a acuerdos. El diálogo político no entra en el lote de lo que hay que hablar con ETA según la resolución.
Sin embargo, esta última conclusión de separar el final de ETA y los acuerdos políticos entre los representantes de la voluntad popular entró en contradicción con el acuerdo posterior (salvo del PP) en abrir un doble carril de diálogo. El carril 1, entre ETA y el Gobierno, para la desaparición de ETA. El carril 2, entre las fuerzas políticas vascas, para llegar a acuerdos que mejoren la convivencia de la sociedad vasca y ello permita asentar la integración del mundo afín a ETA en el sistema político.
Se quiera o no, el método de los dos carriles volvía a poner sobre el tapete la mezcla y la confusión de planos, el relato de que no hay pacificación sin normalización política (entendida como “resolución definitiva del conflicto vasco”) ni viceversa. Pese a decirse una y otra vez, por activa y por pasiva, que no hay un precio político por la paz, que toda compensación política por la paz sería un insulto a las víctimas, etc., esa buena intención quedaba ensombrecida ante el hecho de darle tanta importancia a abrir una mesa de partidos para llegar a acuerdos políticos cuando se está tratando del fin de ETA. El argumento de que no hay tal precio político si el “diálogo resolutivo” en una mesa de partidos es «consecuencia del cese de la violencia y no consecuencia de la violencia» no arreglaba nada, pues era refutado por la evidencia de que ambas cosas venían a ser lo mismo y tenían similares consecuencias si se planteaba unido a la desaparición de ETA.
A mi juicio, en este caso, la razón y la prudencia política han estado del lado de quienes han insistido reiteradamente en la separación conceptual, lógica y temporal de las dos mesas, cuya mejor síntesis es la afirmación de la no simultaneidad de las dos mesas y el criterio de anteponer el carril 1 al carril 2. Lo resumía de forma muy expresiva la fórmula de “primero la paz y luego la política”. Pero, de hecho, este criterio no ha sido el único ni tampoco quizás el más aireado. Sin ir más lejos, el Gobierno vasco tripartito ha tirado más bien en una dirección antípoda y ha urgido la puesta en marcha de la mesa de partidos con un excesivo dramatismo político, como si su trabajo y sus acuerdos fueran la clave de hecho del final de ETA. Una posición y una argumentación ésta coincidente, por cierto, con la expuesta, un día sí y otro también, por los portavoces de Batasuna.
En resumidas cuentas, y a toro pasado, es obvio que han sido insuficientes las prevenciones de quienes han visto algunas sombras en el método de los dos carriles y han pensado que su gracia estaba, en todo caso, en acotarlos debidamente, en clarificar y precisar lo más posible los límites y la función de cada carril. No ha habido una hoja de ruta clara que señalara sus límites y sus objetivos, ni tampoco un relato que la haya sostenido eficazmente ante la sociedad en los medios de comunicación. Ha prevalecido la confusión.
El carril 1 entre el Gobierno central y ETA
A falta de la necesaria información descontaminada sobre lo que ha ocurrido realmente, y a tenor de otras experiencias conocidas y de la circunstancia capital de que vivimos en una sociedad democrática, uno se imagina que el final dialogado en este carril consiste en el intercambio de razones entre los representantes del Gobierno central y los de ETA sobre un conjunto de cuestiones y decisiones cuya realización compete, o bien al Gobierno, o bien a ETA. De modo que vendría a ser algo así como un filtro previo donde se discute y aquilata cómo se va a llevar a cabo la disolución de ETA y su calendario y qué pasos va a emprender el Gobierno a cuenta de ello y con qué orden y ritmo.
No hay que engañarse sobre el alcance del diálogo en este carril. Lo específico del diálogo en este carril es, dicho en negativo, que no abre una negociación formal entre dos partes sobre determinados asuntos. Esa pretendida negociación entre iguales de dos poderes fácticos para acordar el fin del conflicto que los enfrenta es una fantasía de la izquierda abertzale que no se corresponde con la realidad: todo el mundo sabe que la más perjudicada, si persiste en sus atentados y en sus amenazas, es la propia ETA y, por añadidura, todo el entorno político-social que le es afín. Pero además, y sobre todo, es un imposible en una sociedad democrática como la nuestra. Hay que asignarle, por tanto, un alcance y un sentido muy diferentes a los de la típica negociación.
Visto en positivo, se trata de abrir un cauce de diálogo para que el Gobierno y ETA se den la oportunidad de medir directamente las objeciones de cada parte a lo que se pretende hacer y las consecuencias de lo que se vaya haciendo. Como señaló en una entrevista el sacerdote vizcaíno Joseba Segura, intermediario de los contactos entre ETA y el Gobierno que precedieron a la tregua del 22 de marzo, se trata de abrir un marco dialogado que permita detectar la incomodidad que la nueva situación produzca en los sectores o grupos concernidos, siempre y cuando cada parte sepa escuchar con respeto las razones del otro. Ésta es su gran ventaja en un asunto tan complejo, que les compromete a ambos a aquilatar mejor sus decisiones.

Se entiende y se admite por lo general que el final dialogado de ETA ha de comprender asuntos en su mayor parte bastante delicados y complejos, cuya ejecución requiere conjugar decisiones que van en direcciones contrapuestas. Teniendo en cuenta otras experiencias y las diversas demandas existentes de los sectores más implicados, debería atender más o menos este lote de cosas:
1. Todo lo concerniente al final de ETA, esto es, su definitivo abandono de las armas, mediante su entrega o destrucción de las mismas, y su disolución.
2. Su contrapartida lógica, que abarcaría diversos asuntos: una reorientación de la política penitenciaria para posibilitar el acercamiento de presos y las excarcelaciones que ya son factibles legalmente (enfermos, tres cuartos de condena, etc.); las condiciones de regreso y reinserción social de los exilados; la reinserción de los presos; posibles reformas legales para establecer nuevos criterios para la redención de penas, etc., así como la legalización y reinserción democrática del sector socio-político que ha tenido como referencia a Batasuna/Euskal Heritarrok/Herri Batasuna, hoy por hoy sometido al mandato excepcional de la Ley de partidos.
3. La necesaria acción institucional para normalizar la vida pública de la sociedad vasco-navarra: reconocimiento y reparación de las víctimas de ETA y de la violencia contraterrorista; deslegitimación de la violencia política, de la tortura y de la guerra sucia; reconocimiento social del daño causado; normalización de los apestados (apenas hace ocho años en el pacto secreto pre-Lizarra se tachaba al PSE y PP de “destructores de Euskal Herria”); restaurar la libertad de conciencia, de pensamiento y de identidad en la vida pública, que no ha sido posible bajo la presión mortal de ETA en los últimos 30 años… Este tercer asunto es capital para restaurar la cultura pública de una sociedad como la nuestra tras 30 años de deterioro de la misma a causa del terrorismo (y de su permanente corolario: los desmadres legales e ilegales derivados de admitir el criterio de que todo vale en la acción antiterrorista). Por su trascendencia, el Gobierno español debería consensuar antes los principios básicos de esta acción con las principales instituciones de la sociedad vasco-navarra.
4. De otro lado, y mientras tanto, se ha de tener en cuenta el tratamiento de las causas pendientes con la justicia a partir del principio de que no cabe un pacto de impunidad que se olvide de los delitos cometidos. Este asunto presenta una complejidad notable. En un platillo de la balanza está la independencia judicial y el principio de legalidad, esto es, el imperativo de que no cabe suspender la vigencia del ordenamiento jurídico en ningún momento, así como su obligación con las víctimas del terrorismo (y del contraterrorismo), cuyas demandas de justicia no pueden quedar desatendidas y cuya dignidad no se ha de menoscabar. En el otro, el dictado del sentido común o la evidencia de que la Justicia ha de administrar con inteligencia y flexibilidad el mandato que le obliga a interpretar la ley “en relación con el contexto”.

5. Finalmente, la consideración de un calendario de excarcelación de los presos de ETA que continúen cumpliendo las penas que les hayan sido impuestas, cuestión imprescindible en algún momento del camino. Cualquiera puede entender que tal cosa es obligada si se quiere saldar cuentas con un pasado y superarlo sin dejar como herencia un rescoldo de rencores y resentimientos que marquen negativamente a las siguientes generaciones.

La realización de este lote de cosas requiere tiempo –algunas incluso tardarán bastante en poder llevarse a cabo–, así como un gran apoyo político y social. Ha de contar con la máxima implicación posible de las instituciones públicas (Gobierno central y Gobierno vasco, poder judicial, ayuntamientos…), del cuarto poder: los medios de comunicación, de las asociaciones de víctimas, del conjunto de la sociedad… Esta implicación múltiple es tanto más necesaria para poder encajar y superar las inevitables interferencias de muy diverso origen y motivación que se dan en una sociedad abierta y democrática (de los partidos políticos, de algunos jueces, de asociaciones civiles, de ciertos grupos mediáticos...), tal y como se ha podido comprobar en los pasados meses.
No es difícil de entender, por otra parte, que para llegar al punto más delicado, la excarcelación total, antes ha de seguirse un orden “lógico”. Primero, se ha de verificar que el abandono de las armas por parte de ETA es definitivo, incondicional y universal (en todos los frentes, sin ninguna sombra ni duda). Segundo, han de darse algunos gestos significativos de reconocimiento del daño causado y de la ilegitimidad de los medios violentos, de reconocimiento de los derechos fundamentales de todas las personas, de reconocimiento de las reglas de juego democráticas, declaraciones de renuncia a imponerse por la fuerza a la sociedad, a amedrentarla y extorsionarla con la fuerza, de reconocimiento de la pluralidad de la sociedad, de sus opiniones y aspiraciones (renuncia a la supremacía jerárquica de una parte de la sociedad sobre otra por criterios etnicistas). Finalmente, en la medida en que se cumplan o satisfagan las dos primeras, será posible entrar en medidas de excarcelación.

ETA se lo ha cargado
La falta de información sobre lo que haya ocurrido o no en este carril 1 no permite de momento sacar demasiadas cosas en limpio. Nos faltan demasiados datos esenciales como para poder hacernos un juicio cabal.
Muchos le achacan a Zapatero la responsabilidad de no haberle dado más aire al asunto con algunas medidas de política penitenciaria legalmente posibles y que estaban en su hoja de ruta, como el acercamiento de presos, de fuerte impacto simbólico, o la excarcelación de los presos con enfermedades graves, o ciertas reformas legislativas como la derogación de la Ley de partidos, esta última supuestamente al alcance de la mayoría parlamentaria que le apoya. Otros, más dados a la hipérbole retórica, le acusan a Zapatero de no haber hecho nada, dando por bueno el tan jaleado vídeo del PSOE en que se jactan de haber hecho menos que Aznar y sin reparar en que ese desafortunado argumento es un tapabocas dialéctico para desmontar las falsas acusaciones que el PP le ha imputado.

Puede que Zapatero acaso se haya quedado corto en su prudencia; pero aun cuando esto lo confirmaran las informaciones que todavía no conocemos, no tengo nada claro que esas actuaciones por parte del Gobierno central hubieran impedido la bomba de Barajas. La lógica de quienes pusieron la bomba va unida a la creencia fanática en su eficacia, de modo que sirve tanto para el arre como para el so.
Creo que Zapatero y su Gobierno han cometidos no pocos errores. Pero en mi lista de su debe aparecen asuntos de otra naturaleza: no sostener con claridad y firmeza un relato propio sobre su hoja de ruta; una carencia de pedagogía sobre el orden lógico que debía seguirse; excesos de condescendencia, repitiendo el mismo error del PNV en la anterior tregua, sobre todo en la verificación del alto el fuego permanente, que ha sido un penoso mirar para otro lado ante la continua confirmación por parte de ETA de su nula voluntad de apartarse de la armería: robo de pistolas, exhibición de fusileros, abastecimiento de zulos...; haberse embarcado en un toma y daca excesivamente descompensado y politicista, demasiado centrado en las conversaciones políticas con Batasuna y dejando en el olvido o muy en segundo plano todo lo demás...
Pero la razón de fondo del atasco de este carril durante el último medio año y de su descarrilamiento final en Barajas no está en ese tipo de cosas, no está en los errores del Gobierno ni tampoco en los que se pueda atribuir a los opositores a su política, que no han sido pocos ni de poca monta. La principal razón es ETA misma, que sigue echando mano de la utilización de la violencia para conseguir sus objetivos y no está realmente dispuesta a abandonar la violencia. Puesto que desde el mes de abril venía amenazando con que su alto el fuego era reversible a tenor del comportamiento del Gobierno, el atentado de Barajas no es más que el cumplimiento macabro de sus avisos.


El carril 2: la mesa de partidos
Algunas informaciones de prensa han filtrado la noticia de que el diálogo entre el PNV, el PSE y Batasuna había avanzado mucho al comienzo del otoño pasado y de que habían llegado muy cerca de un preacuerdo básico sobre la metodología y el sentido de la mesa de partidos, que ETA y Batasuna lo reventaron al elevar sus exigencias hasta unos niveles que el PNV y el PSE se vieron obligados a rechazar. Como no se sabe mucho más, tampoco se puede tirar más de este hilo. Pero me atrevo a decir que, si esa noticia fuera cierta, y aunque se limitara a una aproximación sobre principios generales prepolíticos, estaríamos ante un giro copernicano de la política vasca, habida cuenta que venimos de un largo tiempo de incomunicación y confrontación, de ahondar las desconfianzas mutuas, de la falta de diálogo...

Si de verdad ha habido ese avance, ello sería el único argumento fuerte en el haber de la mesa de partidos. Todo lo demás hay que asignarlo al debe. Sobre todo, su mayor error a mi juicio: durante estos últimos nueve meses no se ha hablado de otra cosa prácticamente que de la mesa de partidos. Lo cual ha sido un despropósito monumental. Porque ha distraído la atención de lo principal: el fin definitivo de ETA. Y porque, debido a ello, ha ido calando en la sociedad la falsa idea de que dicha empresa, el fin de ETA, dependía de los acuerdos políticos de la mesa de partidos. Un notable estropicio, en suma.
En las circunstancias concretas de la sociedad vasca, la mesa de partidos, una vez admitido y subrayado su fundamento democrático, es un instrumento ambivalente, como toda acción política. Puede ser un lubricante extraordinario del fin definitivo de ETA si se acierta a impulsar desde ella un mensaje democrático y pluralista de entendimiento. Y puede ser, por el contrario, como lo ha sido de hecho durante los dos últimos años, un enredo permanente que no sirve más que para crear falsas expectativas (fuente luego de frustraciones) y para complicarlo todo. Habida cuenta la negativa experiencia que acabamos de tener, lo menos que se puede decir es que será preciso reajustar muy seriamente el sentido y el objetivo de esta mesa de partidos o carril segundo del llamado “proceso de paz” si es que no se quiere incurrir en el mismo error en el caso de que volvamos a acometer otra vez, cuando sea posible, el final dialogado de ETA.
De entrada, cabe decir que su justificación debería ser estrictamente excepcional, mientras el sector social afín a ETA no tuviera representación parlamentaria, y por tanto, sólo válida hasta las siguientes elecciones. Por otra parte, esa excepcionalidad no debería ser una puerta falsa para solapar su situación de ilegalidad mientras ésta se mantenga. En una sociedad democrática como la nuestra, sujeta permanentemente a la ley, es incoherente que se plantee una mesa de partidos legales e ilegales. En ese caso convendría zanjar en un sentido u otro el asunto de la legalización antes que enredarse en confusos experimentos. Y, mientras esto no se resolviera, habría que abordar el (necesario) diálogo político con el sector civil afín a ETA con similar discreción y con la misma lógica a la que se emplea en el diálogo con ETA.
Lo más importante a mi juicio, empero, es que no se trata tanto de constituir una mesa formal, que sería un mal remedo del Parlamento, sino de crear un marco fluido y multiforme de diálogo o de conversaciones entre los partidos políticos.
Además, hay que acotar el para qué y sobre qué del diálogo, que, a mi juicio, ha de centrarse en el fin de ETA y en la integración de su mundo en la sociedad democrática. Un criterio claro al respecto es que la discusión política no interfiera negativamente en la marcha del carril 1 para el final definitivo de ETA.

Hay que darle prioridad a la desaparición final de ETA, por su envergadura y por su trascendencia. La política puede esperar. Pero el fin de ETA y de todas sus consecuencias no puede esperar. Lo cual supone que no se ha de transgredir ni poco ni mucho el principio de que el cese de ETA no puede tener un precio político sustantivo, que es una exigencia estricta de la incompatibilidad de la política democrática y la violencia. Una violencia totalitaria, antidemocrática y antipluralista como la de ETA no puede legitimarse de ninguna manera, ni directa ni indirecta. Dicho en positivo, la acción institucional que ha de acompañar y favorecer el fin de ETA y el asentamiento de una vida política normal que ello supone tras décadas de anormalidad (acción a la que antes me he referido en el punto tercero de las tareas que debería acometer el carril 1) ofrece un amplio campo de juego desde el que poder desplegar la creatividad y el impulso político de una mesa de partidos.
Divergencias y dificultades
La experiencia de estos últimos nueve meses y el negativo balance de la mesa de partidos ha reforzado la conveniencia de volver a considerar las ventajas de una moratoria de la discusión del cambio de marco político... hasta que se produzca y se digiera el fin definitivo de ETA y de todos sus corolarios. Hasta ahora, esta idea de posponer durante un tiempo razonable ciertas discusiones políticas ha sido tabú en EA y en amplios sectores del PNV e incluso, por otras razones, en Ezker Batua (IU). Pero tal vez la experiencia de estos últimos nueve meses puede ayudar a plantearla con más fortuna. Está más que demostrada la conveniencia de separar tajantemente las discusiones políticas y el final de ETA. La moratoria es lo que mejor evita la tentación de mezclar cosas.
Pero hay, además, otras razones que aconsejarían no darse prisa, habida cuenta sobre todo el suelo que tenemos: un elevado grado de autogobierno, por más que haya quien quiera que aún sea más alto.
La gran divergencia de planteamientos que se da hoy en la sociedad vasca entre nacionalistas vascos y los vascos “no nacionalistas vascos”, y también en el interior de cada uno de esos dos bloques sociológicos, es una muestra, entre otras muchas, de la dificultad de encarrilar el diálogo político aun cuando se tenga la mejor voluntad para abordarlo. No será fácil ponerse de acuerdo, de entrada, ni sobre su finalidad o su para qué, ni en los temas a discusión o el sobre qué de ese diálogo, ni en el cómo o la forma de adoptar los acuerdos.
Sabemos que las posiciones son muy divergentes, de entrada, en todos esos asuntos, a falta de las informaciones que no conocemos sobre los entendimientos entre el PNV, el PSE y Batasuna. Sabemos que aún no se ha digerido bien en el mundo del nacionalismo vasco la experiencia negativa del plan Ibarretxe, que fracasó hace apenas un par de años. Es más, como no ha habido un balance claro y razonado de por qué se estrelló, y como lo único que queda por ahora es que los malos, es decir, los partidos políticos españoles, le dieron un “portazo” en el Congreso, hay un riesgo de volver a tropezar en esa misma piedra.
Sabemos asimismo que tampoco ayudan al diálogo las circunstancias preelectorales en que estamos, con las elecciones municipales y forales en mayo de este año 2007, y las generales en marzo del 2008, y las autonómicas en el 2009, tiempo en el que los partidos deben agrandar sus diferencias para defender su trozo de la tarta electoral. Tanto más cuando el resultado de dichas elecciones y de las alianzas a que dé lugar puede condicionar la marcha posterior de las cosas abriendo tal vez nuevas posibilidades y cerrando otras.
Por otra parte, no podemos obviar una dificultad añadida a todo lo anterior. Me refiero a la inercia todavía muy poderosa en la política vasca a formular planteamientos demasiado inflados y que es impensable que puedan realizarse a corto plazo. Por ejemplo, la pretensión de que el final de ETA sólo se va a cerrar realmente con un acuerdo político que dé satisfacción a las demandas del nacionalismo vasco, una idea que conecta con el mito del punto cero de la democracia (de un punto inicial de partida, verdaderamente constituyente y verdaderamente puro) y con el mito de la resolución definitiva del llamado conflicto vasco (o de un punto de llegada poco menos que paradisíaco). No descarto que pueda haber acuerdos en este carril del diálogo político que mejoren realmente a corto plazo la convivencia ciudadana. Pero, de momento, los grandes acuerdos sobre la reforma del Estatuto y sobre la reforma constitucional del modelo territorial estatal parece que están demasiado verdes.
No habrá que atosigarse, empero, ante la falta de acuerdos de tal envergadura. Lo que importa verdaderamente es darle un vuelco al clima del que venimos. Más que proponerse calendarios atosigantes o más que insistir en el fetiche de la consulta, como hacen algunos, y que en este momento es como poner el carro delante de los bueyes, interesa tender puentes, crear complicidades, desmontar desconfianzas, consolidar una sincera voluntad de integración. Los partidos políticos y el conjunto de la sociedad nos debemos exigir una posición realmente abierta al diálogo político, que debe hacerse sin prisas y sin cicaterías, porque forma parte del juego democrático normalizado, porque es un valor intrínseco a la democracia. El diálogo no prosperará si no hay una voluntad real de integrar a los diferentes y si lo que prevalece es la aritmética pura y dura (variable moderna y sofisticada del “valer más” banderizo en las sociedades democráticas).

Si se avanza realmente en las actitudes básicas prepolíticas, como, por ejemplo, reconocer la plausibilidad de todos los proyectos defendidos democráticamente (no se olvide que venimos de Lizarra y del aznarato: un tiempo de frentismos unilateralistas excluyentes); si se avanza en consensuar un procedimiento adecuado para los acuerdos: un principio de consentimiento o del consenso suficiente (venimos de un tiempo que ha despreciado el consenso y todo lo pensaba en términos de imposición de mi mayoría); si se avanza en la predisposición a lograr mayorías integradoras o vertebradoras (venimos de un tiempo dividido en bloques superenfrentados); si se avanza en el respeto de la pluralidad intrínseca de la sociedad vasca (que tanto ha molestado en los años últimos, a unos una forma de pluralidad, a otros otra); si se avanza en el reconocimiento de que las decisiones de la ciudadanía vasca, cuando conciernen a terceros (a los conciudadanos y conciudadanas del Estado español), han de respetar el derecho de éstos y de sus representantes a participar en este diálogo..., si se avanza realmente en estas actitudes de reconocimiento mutuo y de respeto del pluralismo no importará que sigamos teniendo notables divergencias de proyectos e identificaciones políticas y nacionales. Podremos asumir tales divergencias con naturalidad y como una parte sustancial, aunque conflictiva, de la singularidad de nuestro país; podremos reconocernos y respetarnos; fluirá la competencia democrática entre los diversos proyectos político-ideológicos...
Políticas de la memoria
La calidad de la democracia futura depende en gran medida de que la sociedad vasca digiera bien su pasado reciente. Lo cual no es posible si no predomina un relato que dé cuenta con rigor y con claridad de un pasado marcado singularmente por la vulneración por parte de ETA de los códigos morales y democráticos más elementales en nombre de su voluntad de conseguir unos fines políticos determinados. Y también marcado por una larga historia de lucha contra ETA desde los diversos poderes estatales o desde sus cloacas, con actuaciones inmorales e indignas que han desencadenado una espiral de resentimientos y agravios, han minado el Estado de derecho, su legitimidad y su credibilidad, aparte de dar continuos pretextos a ETA para que persistiera.
No podemos olvidar que la persistencia tan prolongada de ETA se ha sostenido de alguna forma en el apoyo recibido de muchos miles de personas que la han justificado de muy diversas maneras y grados, al tiempo que otras partes aún más numerosas de la sociedad no la justificaban pero miraban para otro lado. Ni tampoco podemos olvidar que las acciones más indignas de la lucha contraterrorista, desde la persistencia de la tortura hasta el GAL, no han escandalizado suficientemente durante años a una opinión pública que, o bien las justificaba más o menos, o bien miraba para otro lado.

El relato que proviene de ETA y de Batasuna no menciona para nada que es una aberración ética matar al que piensa o siente de distinta manera, ni que es inadmisible vulnerar los derechos fundamentales de las personas que son sus objetivos, ni que el ejercicio del terror sobre personas representativas de la parte no nacionalista vasca de la sociedad es una perversión antidemocrática y antipluralista, ni que su proyecto político tiene una sustancia etnicista y totalitaria, ni que la acción de ETA atenta contra un aspecto sustancial de la democracia: contra la participación política de la sociedad y su construcción como sociedad civil autónoma... Todo lo contrario, sostiene y justifica un discurso que ofende a sus víctimas y desprecia los mínimos fundamentos morales y democráticos de la convivencia que es menester restablecer. De modo que está pendiente la necesidad de hacerles entender que hemos de construir el futuro sobre otra memoria del pasado: que profundice en la crítica de la causa terrorista y también de lo que ha llevado a un amplio sector social a compartir sus fines y medios.
Mirando en otra dirección, no podemos olvidar otras demandas de justicia que están clamorosamente desatendidas ante muy amplios sectores de la opinión pública. Por ejemplo, de las víctimas de las tropelías de torturadores, o de operaciones de guerra sucia (desde el BVE hasta el GAL), o del injusto retorcimiento de las leyes... O de los presos en la parte legítima que les toca: como personas en situación especial de privación de libertad cuyos derechos fundamentales han de ser respetados, como sector que reclama una humanización de las leyes penitenciarias...
Por razones tanto de equidad y justicia como de interés y oportunidad política, debe haber un cierto equilibrio entre estas dos demandas de memoria. Aunque se trate de dos asuntos de distinta entidad, pues nadie reivindica ahora los crímenes del GAL ni ensalza a los que los cometieron, se ha de mirar en ambas direcciones: para que no haya una parte que olvidemos o no queramos tener en cuenta. No se ha de dar cancha a la amnesia ni a la condescendencia oportunista que proliferaron, para nuestra desdicha, en los tiempos de la tregua de 1998-99 y, aunque menos, también en la que acaba de romperse. Esto es importante incluso desde el punto de vista más pragmático: sin haberse avanzado antes en estas políticas de la memoria, dudo que sea posible plantear la ejecución de aquellas medidas de política penitenciaria, como por ejemplo las excarcelaciones, que permitan cicatrizar las heridas del pasado y cerrar lo mejor posible un episodio histórico.
Tal vez sea esta batalla entre relatos, acerca de la memoria que hemos de tener sobre las pasadas décadas de plomo que hemos padecido, la más profunda y decisiva que se está librando ahora.

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