La brisa mecía suave el pelo de la niña que nunca miente que acurrucada entre sus padres ya los esperaba. Y a las 11, como cada jueves de verano, los fuegos artificiales comenzaban a hacer de la lámina de la piscina un lienzo que 2 ó 3 cabecitas se empeñaban en agitar. Entre el estruendo y la borrachera de colores hasta allí llegaban también, lobos con piel de cordero, aquellos morteros que cargaron de un rojo permanente la paleta. La hipnótica admiración mutó en gritos y carreras alocadas. Unos cascotes alcanzaban de muerte a los padres de la niña que no ríe y que siguia acurrucada entre ellos en aquella noche en la que el terror atacó su hotel de Beirut Sur.
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