Caminaba distraídamente por el camino y de pronto lo vio. Allí estaba el imponente espejo de mano, al costado del sendero, como esperándolo. Se acercó, lo alzó y se miro en él. Se vio bien. No se vio tan joven, pero los años habían sido bastante bondadosos con él. Sin embargo, había algo desagradable en la imagen de sí mismo. Cierta rigidez en los gestos lo conectaba con los aspectos más agrios de la propia historia: El desprecio , la agresión , el abandono, la soledad.
Sintió la tentación de llevárselo, pero rápidamente desechó esa idea. Ya había bastantes cosas desagradables en el planeta para cargar con otra más. Decidió irse y olvidar para siempre ese camino y ese espejo insolente. Caminó por horas tratando de vencer la tentación de volver atrás hacia el espejo. Ese misterioso objeto lo atraía como los imanes atraen a los metales. Resistió y aceleró el paso. Tarareaba canciones infantiles para no pensar en esa imagen horrible de sí mismo. Corriendo, llego a la casa donde había vivido desde siempre, se metió vestido en la cama y se tapó la cabeza con las sábanas. Ya no veía el exterior, ni el sendero, ni el espejo, ni la imagen de él mismo reflejada en el espejo; pero no podía evitar la memoria de esa imagen: La del resentimiento, la del dolor, la de la soledad, la del miedo.
Había ciertas cosas indecibles e impensables.
...Pero él sabía dónde había empezado todo esto...
Empezó esa tarde, hacia treinta y tantos años... El niño estaba tendido, llorando frente al lago el dolor del maltrato de los otros. Esa tarde, el niño decidió borrar, para siempre, la letra del alfabeto. Esa letra. Esa, la letra necesaria para nombrar al otro si está presente. La letra imprescindible para hablarle a los demás, al dirigirles la palabra. Sin manera de nombrarlos dejarían de ser deseados... y entonces, no habría motivo para sentirlos necesarios... y sin motivo ni forma de invocarlos, se sentiría, por fin, libre...
Sintió la tentación de llevárselo, pero rápidamente desechó esa idea. Ya había bastantes cosas desagradables en el planeta para cargar con otra más. Decidió irse y olvidar para siempre ese camino y ese espejo insolente. Caminó por horas tratando de vencer la tentación de volver atrás hacia el espejo. Ese misterioso objeto lo atraía como los imanes atraen a los metales. Resistió y aceleró el paso. Tarareaba canciones infantiles para no pensar en esa imagen horrible de sí mismo. Corriendo, llego a la casa donde había vivido desde siempre, se metió vestido en la cama y se tapó la cabeza con las sábanas. Ya no veía el exterior, ni el sendero, ni el espejo, ni la imagen de él mismo reflejada en el espejo; pero no podía evitar la memoria de esa imagen: La del resentimiento, la del dolor, la de la soledad, la del miedo.
Había ciertas cosas indecibles e impensables.
...Pero él sabía dónde había empezado todo esto...
Empezó esa tarde, hacia treinta y tantos años... El niño estaba tendido, llorando frente al lago el dolor del maltrato de los otros. Esa tarde, el niño decidió borrar, para siempre, la letra del alfabeto. Esa letra. Esa, la letra necesaria para nombrar al otro si está presente. La letra imprescindible para hablarle a los demás, al dirigirles la palabra. Sin manera de nombrarlos dejarían de ser deseados... y entonces, no habría motivo para sentirlos necesarios... y sin motivo ni forma de invocarlos, se sentiría, por fin, libre...
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