¿Es verdad que estamos ante “el fin del ciclo de ETA” como dice el lehendakari? Mi respuesta es ambivalente. Por un lado creo que sí. La mejor prueba de ello, a mi juicio, es la casi insuperable dificultad que ETA tiene ahora para persistir en lo que es (una organización terrorista que pretende amedrentar y disciplinar al conjunto de la sociedad que se le resiste) sin empeorar su situación. Si comete atentados, ya no los puede soportar incluso ni gran parte de su propia base social. Si no actúa, pierde “crédito” como organización terrorista. Y, en ambos casos, su persistencia afecta decisivamente a la actuación política del sector social que le apoya e impide su presencia normalizada en las instituciones. Éste es un problema nuevo y cada día más indigesto para buena parte de su propio entorno.
Por otro lado, creo que el final definitivo de ETA está aún inmaduro. No tenemos certeza de que ETA haya descartado por completo abrir un nuevo ciclo de violencia. Es más, sabemos que ETA todavía tiene una idea falsa e imposible de lo que ha de ser su final; lo ha demostrado en el reciente proceso de paz fracasado. También sabemos que Batasuna, o bien tiene esa misma idea falsa e imposible, o bien no puede disociarse de ETA. Y sabemos que el resto de las fuerzas políticas no acierta a tocar las teclas que lleven a ETA y a Batasuna a desistir de esa idea falsa e imposible a la que se aferran.
En cualquier caso, lo relevante es que la pelota está en su tejado: de ETA y Batasuna. Les toca a ellos tomar la decisión. Mientras tanto, lo que importa, divagaciones aparte, es que tengamos claro qué es lo que debería caracterizar el fin de ETA.
Los mínimos
Un modelo ideal de final definitivo de ETA debe abarcar cuáles son las condiciones mínimas y cuáles las condiciones óptimas de tal cosa.
El primer mínimo le corresponde a ETA. Debe formalizar el abandono de las armas por su parte de manera inequívoca. No basta que no haya actividad de facto. Todas sus víctimas potenciales necesitan tener la certeza de que pueden vivir sin la amenaza que pende sobre ellas. Esta decisión es exclusivamente suya. Pero hasta ahora no ha querido tomarla. Es más, ETA ha tasado su final en un precio político y hasta ahora se ha aferrado a ese planteamiento: o se le paga lo que pide o persiste. ETA debe saber que tiene que apearse de ese planteamiento y que su renuncia a seguir con las armas debe ser unilateral e incondicional, clara e irreversible. ETA debe tener claro que no puede haber una negociación política a cambio de su final definitivo.
El segundo mínimo es que se dé, en efecto, la integración de ETA y de su entorno sociológico en el sistema político. La recuperación para la sociedad de los propios verdugos es una condición necesaria para encauzar el final definitivo de ETA sin dejar un rescoldo de resentimientos en las siguientes generaciones. Llevar a cabo esto exige desarrollar un conjunto de decisiones políticas que requieren un gran consenso político-social: sobre cómo regularizar la situación de los miembros presos o exiliados de ETA, sobre cómo afrontar los juicios todavía pendientes (porque las demandas de justicia de las víctimas no se puede suspender), sobre las condiciones penitenciarias, sobre el tiempo y ritmo de sus excarcelaciones, sobre su reinserción...
La mejor manera de encarrilar esta faena tan delicada es la oferta a ETA de un final dialogado. Pese a los interrogantes que ha suscitado el fracaso de la reciente experiencia, sigue siendo la mejor fórmula para un final de ETA, si bien hay que sacar lecciones de ese fracaso y hay que aclarar más y mejor su sentido, su para qué, y sus límites. Por ejemplo, ETA debe saber que el final dialogado no es propiamente una negociación sobre presos y reinserción, sino una conversación, entre representantes del Gobierno y ETA, para aquilatar cómo podrían materializarse los mínimos que acabo de exponer.
La lección del último intento llevado a cabo por el Gobierno de ZP es que para afrontar los aspectos del final dialogado más difíciles de digerir socialmente hay que llegar con más margen a cuando haya que tomar tales decisiones. No es nada fácil hacer bien esta faena. ZP tenía un calendario para ello y no pudo dar ni siquiera los primeros pasos. Puede que le haya faltado audacia. Pero no es menos cierto que se lo hubieran comido vivo si lo hubiese intentado.
Los óptimos
Entiendo que lo óptimo en el final de ETA son las políticas orientadas a recomponer todas aquellas partes de la sociedad y del sistema democrático que han quedado más dañadas por la persistencia de ETA. Comienzo por la principal: las obligaciones con las víctimas de ETA. Ya que es imposible reparar el daño que se les ha hecho, ha de lograrse por lo menos que el final dialogado no les resulte demasiado amargo. Las cosas no irán bien si las víctimas de ETA están insatisfechas y a la contra por olvidadas o arrinconadas, si no se prodigan los actos de reconocimiento y reparación, si se suspende la justicia y se desatienden sus demandas a los tribunales, si se repite la exhibición de insensibilidad por parte de los Txapote y otros en la pecera de la Audiencia Nacional (cuya imagen a través de la televisión fue demoledora, a mi juicio)... Sigo con otra necesidad clamorosa, sobre todo en tantos y tantos pueblos de la sociedad vasca. Han de emprenderse políticas de pedagogía pública para restablecer valores maltratados en la sociedad vasca durante las pasadas décadas; para restaurar la libertad de conciencia, pensamiento e identidad, imposibles bajo la presión mortal de ETA; para normalizar el estatus social y político de quienes han sidoestigmatizados por ETA; para que haya un amplio consenso sobre los argumentos político-morales y político-democráticos de deslegitimación de ETA... La democracia posfranquista ha nacido y crecido entre nosotros a la sombra de ETA y le costará descontaminarse de esa ominosa realidad.
Por otra parte, debe sanearse todo lo que ha quedado deteriorado en la maquinaria del sistema democrático (el Gobierno, el poder legislativo, el poder judicial, los cuerpos de seguridad, el sistema penitenciario) a cuenta de la política antiterrorista, que no ha sido respetuosa de los derechos fundamentales ni se ha atenido a los criterios de humanidad, proporcionalidad y legalidad. Aquí hay también una larga faena de descontaminación.
Por último, han de reconocerse y atenderse las demandas de las víctimas de la guerra sucia, o de torturas, o del retorcimiento de las leyes. Es una exigencia, por encima de todo, de justicia y de equidad. Pero también lo exige la prudencia política. Y tiene, en fin, una dimensión educativa de una sociedad demasiado poco sensible en este asunto.
¿Cuál es la relación entre lo mínimo y lo óptimo o máximo? No es lineal, primero una cosa y luego otra, sino una relación encabalgada, de modo que los pasos en lo uno y en lo otro han de estar acompasados. Es difícil que ETA dé el primer paso, formalizar su abandono, o primera condición mínima, si no atisba una perspectiva de que vaya a darse un calendario para llevar a cabo la integración de sus gentes en la sociedad y en el sistema político. Y este segundo mínimo es difícil que pueda enunciarse siquiera no sólo si antes ETA no ha satisfecho el primer mínimo sino si tampoco se ha avanzado de algún modo en el terreno de los óptimos.
Por otra parte, lo mínimo no equivale a lo imprescindible ni lo máximo a lo deseable pero lejano. Ambos –mínimos y óptimos– son imprescindibles. Ambos son para hoy.
ETA debe saber, por consiguiente, que no basta con la renuncia a las armas y que sin cierta reciprocidad por su parte la cosa puede atascarse y no funcionar. Debe saber que todo será menos difícil si se dan por su parte algunos gestos de reconocer el daño causado a las víctimas de sus atentados, o de reconocer el principio democrático y los diferentes ámbitos de decisión (Navarra, la Comunidad Autónoma Vasca y el País Vasco-francés), o de reconocer y respetar la diversidad de identidades existente…
¿Qué hacemos con la política mientras ETA persiste?
Hay dos respuestas antípodas a esta pregunta. La primera conecta con una tradición presente en el plan Ardanza, el pacto de Lizarra, el plan Ibarretxe-1, las conversaciones de Loyola de hace un año (durante la tregua, entre Batasuna, el PSE y el PNV) y la reciente propuesta de la doble consulta o plan Ibarretxe-2. El denominador común de estas diferentes propuestas es la intención de demostrarle a ETA y a su entorno que los objetivos políticos pretendidos por ETA (“reconocimiento del Pueblo Vasco o Euskal Herria, de su autodeterminación o derecho a decidir y de su territorialidad”) los asume la sociedad vasca y se pueden conseguir por medios pacíficos. Es decir, pone en primer plano ciertas reivindicaciones que coinciden con las motivaciones políticas de ETA, porque se supone que ello le deja a ETA en muy mala posición, sin justificación alguna, y porque se piensa que le hará desistir.
El atractivo de estas propuestas que prometen acabar con ETA y con el llamado problema político vasco es que resultan muy tentadoras porque –según las encuestas– vienen a otorgar una especie de Premio Nobel de la Paz en forma de amplios réditos político-electorales a quienes las protagonizan. En la época del pacto de Lizarra el mayor beneficiado fue Batasuna. El reciente intento de un final dialogado les dio mucha cancha a ZP, Otegi y el PSE. Y, ahora, es el PNV de Ibarretxe, con su plan 2, el que intenta arrimar el ascua a su sardina.
No cuestiono la legitimidad democrática de tales intentos. Mi primera objeción se dirige a su oportunidad y utilidad para conseguir lo que pretenden. Pienso que le dan carrete a ETA y que no funcionan. A mi juicio, está sobradamente demostrada su inoportunidad política: ese modo de concebir el final de ETA asociándolo a unos logros sustanciosos en sus reivindicaciones (“reconocimiento nacional del Pueblo Vasco, territorialidad y autodeterminación”), a modo de contrapartida de lo uno por lo otro, lejos de incentivar el abandono definitivo de las armas, ha activado su insaciabilidad y su irrealismo, y, por tanto, su persistencia. La lógica de ETA ha sido insaciable: si el sistema democrático entra en ese terreno y se muestra dispuesto a ceder algo, ¿por qué no va a ceder más?
En segundo lugar, una objeción estética: a mí me parece que es una forma descarada y ventajista de “pasar la boina” a cuenta de que se promete el final definitivo de ETA.
En tercer lugar, y sobre todo, simplifica el problema político vasco y su solución, ya que lo define a medias: como algo que se resuelve satisfaciendo únicamente las demandas y aspiraciones de la comunidad nacionalista vasca y dando por sentado que la ciudadanía no nacionalista vasca no tiene demandas y aspiraciones tan imperiosas.
Creo que estas tres objeciones, que atañen a la esencia de la política: a su oportunidad, a su eficacia y a su calidad político-moral, son de peso.
La otra respuesta a la pregunta de qué hacemos con la política mientras ETA persiste, arranca de la experiencia reiterada de que los planes de incentivar el final de ETA con un cambio político que le quite argumentos no la han aplacado. Habida cuenta ese fracaso, ¿por qué nuestros representantes políticos, por propia voluntad y convicción, no congelan la discusión y la decisión sobre el marco político que tenemos y sobre si hay que reformarlo o no, hasta que se produzca el final definitivo de ETA y hasta que todo su mundo se integre en el sistema político?
Lo menos que se puede decir es que este planteamiento es racional, máxime si se tiene en cuenta la posibilidad de que estemos ante un nuevo ciclo violento de ETA. Sería muy razonable un aplazamiento de ciertas discusiones y decisiones hasta que las pudiera acometer una sociedad liberada de ETA.
Pero esta moratoria no es realista ahora, aunque ha sido rechazada con un argumento tan inconsistente como el de que no hay que darle a ETA un poder de veto sobre la acción política. Es un despropósito confundir el veto impuesto desde fuera y por la fuerza con una restricción voluntaria. Se me ocurre que aceptar ese argumento nos llevaría a considerar un veto inadmisible de no se sabe quién el que nos sometamos voluntariamente a cualquier dieta nutritiva sana.
Dado que no valen las respuestas que se nos ofrecen, volvemos al punto de partida. ¿Qué hacemos con la política mientras persiste ETA?
De entrada, debe quedar claro el principio de que la iniciativa política para impulsar los cambios que la sociedad demanda siempre está abierta en un sistema político democrático. No se puede negar esto, salvo negando la democracia misma. Pero dicho esto, no se nos puede pedir que hagamos un acto de fe a los que no creemos que la política sea un recurso decisivo para acabar con ETA. Según mis cuentas, a tenor de la experiencia de los últimos años, más bien habría que hablar a este respecto no de que la política puede con todo sino de su capacidad incontenible de complicarlo todo y de crear falsas expectativas (y frustraciones) mientras persiste ETA.
La pregunta, qué hacemos con la política mientras persiste ETA, es demasiado abierta como para zanjarla con un par de frases redondas, y, sin embargo, me parece pertinente sugerir que nos remite al sentido común: a si los vascos y el conjunto de los españoles sabremos plantearnos estas cosas, es decir, el final de ETA y los conflictos políticos que tenemos, con más sensatez que la que venimos demostrando. Sensatez en la política
Para mí, la sensatez de la acción política en nuestras actuales circunstancias es un imperativo categórico que se concreta en consideraciones como estas:
1. No hay que darle carrete a ETA: su deslegitimación con sólidos argumentos político-morales es una condición imprescindible para que madure su abandono de las armas.
2. No depende de nosotros el que ETA desista: lo definitivo es su propia decisión; pero nos toca, mientras tanto, aclararle que una sociedad democrática no puede aceptar su exigencia de negociar las contrapartidas de su abandono de las armas.
3. No se puede obviar, mientras persista ETA, que la coincidencia de fines entre ETA y el resto del nacionalismo vasco contamina negativamente los objetivos nacionalistas vascos; esa coincidencia es un abrazo del oso demoledor ante el mundo no nacionalista vasco.
4. Mezclar la discusión política sobre los cambios del marco político que demanda la sociedad vasca con el final de ETA lo complica todo. ETA se enchufa a la falsa idea de que su final depende, en suma, de los acuerdos políticos que le satisfagan.
5. No dramaticemos las carencias y conflictos políticos que tenemos al margen de ETA; no olvidemos que la situación de la sociedad vasca es privilegiada, pese a que, en efecto, haya muchos motivos de insatisfacción y mucho que arreglar.
6. La política debe cumplir una doble exigencia en las circunstancias vascas: no ha de abstraerse de la persistencia de ETA y debe hacer cuanto legítimamente sea posible para propiciar el final de ETA; de otro lado, no ha de abstraerse de la pluralidad de la sociedad vasca y debe favorecer su convivencia, su integración y cohesión.
7. La clave de la solución irlandesa ha sido satisfacer todas las demandas de las partes (la dimensión norirlandesa “unionista”, la norirlandesa “republicana”, la irlandesa y la británica), aunque de hecho y conceptualmente sean contrapuestas entre sí (entre la autodeterminación del conjunto de Irlanda y el principio de consentimiento de Irlanda del Norte, por ejemplo) y aunque se neutralicen unas y otras por ello. Haber logrado hacer su particular círculo cuadrado es la clave de esta fórmula.
8. En nuestro caso, resulta muy complicado trazar la raya del acuerdo, y, por tanto, de las concesiones recíprocas que deben hacerse entre sí las partes en litigio. Es decir, entre quienes quieren quedarse (en España) y quienes se quedan porque de momento no pueden irse; o entre quienes quieren una España confederal –y, por tanto, residual– y quienes la quieren con recursos comunes más potentes a fin de tener una sociedad más integrada y cohesionada; o entre quienes sostienen una concepción plurinacional de España y quienes se identifican con una España uninacional; o entre quienes conciben una nación vasca, Euskal Herria, y quienes la ven una realidad compuesta por varias sociedades constituidas (la Comunidad Autónoma Vasca, Navarra, el País vasco-francés), con diversidad de sentimientos nacionales... Ante planteamientos tan contrapuestos, las posibilidades de encarrilar a corto plazo el diálogo político en torno a esas cuestiones son escasas. Es verdad que la persistencia de ETA complica aún más la posibilidad de encauzarlas o resolverlas. Pero no es la razón principal de estas complicaciones. Lo principal es que aún están demasiado verdes los acuerdos sobre dichas cuestiones. Algún asesor le debería decir al oído a Ibarretxe eso de “vísteme despacio que tengo prisa”.
9. No hay soluciones simples ni atajos para el complejo conflicto político que tenemos, debido a la pluralidad de sentimientos, identidades y concepciones sobre el País Vasco y sobre su vinculación a España. En una sociedad como la nuestra, la política ha de impulsar una dinámica de entendimiento, lo cual implica no sólo acuerdos de mayorías sustanciales en ciertas cuestiones sino también un reconocimiento de las diferencias sustanciales que existan. Con la estrecha concepción democrática basada en la aritmética de la mitad más uno no se consigue más que un país descosido en dos mitades. Y mucho menos si se pretende la supremacía de una parte sobre la otra.
10. Así las cosas, la política debe tener la prioridad de tender puentes, desmontar desconfianzas, reforzar la voluntad de integración... El diálogo político está condenado al fracaso si no se avanza sin prisas y sin pausa en lo básico: el respeto de la pluralidad de la sociedad (incómoda para todos), el procedimiento para decidir los asuntos sustanciales, el reconocimiento de que no cabe una decisión unilateral de la ciudadanía vasca sobre su encaje en la sociedad española y en el Estado español (como no cabe que un miembro de la pareja quiera decidir por los dos mientras sigan siendo pareja), aclarar quién y cómo ha de regular la separación si una mayoría quiere irse de España...
(Página Abierta, 188-189, enero-febrero de 2008)
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