Aquellos partidos de futbito no eran buena idea. Con los compañeros de trabajo basta una relación laboral; como mucho un café, esa tregua en que uno pregunta, sin escuchar, por los niños y las vacaciones en Port Aventura.
No. No había ninguna necesidad de quedar como quedábamos todos los miércoles para dar cuatro patadas con más voluntad que acierto. A un servidor no le pagan por jugar a fútbol. Un servidor no tiene por qué hacer el ridículo en el campo y en la ducha. Un servidor no tiene por qué embroncarse como me embronqué con Suárez.
Porque fue Suárez, el de Siniestros, quien, al ver que le quitaba el esférico me llamó “cabrón”. Suárez en la oficina nunca –créanme- me hubiera llamado “cabrón”; Suárez en la oficina es un tipo diligente y reservado que sabe medir sus palabras. No; Suárez no era un hombre que se dejara llevar por el coraje.
Suárez, el de Siniestros, se limitó a proclamar algo que –ya en el coche, camino de casa, lo entendí- toda la asesoría sabía: mi esposa me traicionaba; me ponía los cuernos. Suárez me llamó “cabrón” y nadie en el terreno de juego se apresuró a desmentirle; nadie le afeó la conducta; nadie detuvo el juego para pedirle explicaciones.
¿Cómo no me había dado cuenta –como lo hice a partir de ese instante- de los susurros, de los comentarios a media voz, de la complicidad con que se miraban mis colegas? Todos –era evidente- sabían que era un pobre cornudo, un “cabrón” como sentenció Suárez en el polideportivo. Sí, ahora entendía las palmaditas de Martínez, el de Decesos; el gesto siempre condescendiente de Gálvez…
Era un “cabrón”. De eso no había ya ninguna duda. Lo inquietante –parecía, aún, tan enamorada- era con quién me engañaba mi mujer. Me pasaba las noches en blanco, desvelado por la certidumbre de que horas antes otro hombre había ocupado mi lado de la cama; recorría las habitaciones buscando un indicio indiscutible de aquel adulterio que era la comidilla de toda la Compañía; regresaba intempestivamente a casa con la intención de sorprender a los amantes.
Matilde acabó pidiéndome explicaciones por aquel comportamiento.
Sé, cariño, que me engañas con otro hombre –dije, esperando que la luz de Septiembre que entraba por el balcón endulzara mis palabras.
¿Quién te ha dicho semejante tontería? –se revolvió ella indignada.
Suárez, el de Siniestros, me llamó “cabrón” y Suárez -tú, cielo, no sabes lo educadito que es Suárez- nunca habla así, sin ton ni son –repuse.
Ella me abrazó entonces con una delicadeza que creía olvidada y me explicó con paciencia maternal que ese “cabrón” no debía tomarlo al pie de la letra, que ese tal Suárez se dejó llevar, sin duda, por la rabia y lo dijo en sentido figurado. Que a ella le llamaban a veces “verdulera” u “ordinaria” y que nunca –afirmó, hurgándose la nariz- había dado a aquellos insultos ningún crédito. Que en alguna ocasión incluso ella me había soltado algún “idiota”, “imbécil”, “tontorrón” o “calzonazos” pero que no tenía ninguna duda de mi capacidad mental; vamos que me sabía listo, avispado y con criterio pero que cuando la sacaba de sus casillas se le escapaban aquellos improperios.
Luego me colmó de besos e hicimos el amor en el sofá de cretona.
Yo mismo oculté la corbata de Suárez bajo uno de los cojines. Con lo ordenadito –créanme- que es Suárez en la oficina…
No. No había ninguna necesidad de quedar como quedábamos todos los miércoles para dar cuatro patadas con más voluntad que acierto. A un servidor no le pagan por jugar a fútbol. Un servidor no tiene por qué hacer el ridículo en el campo y en la ducha. Un servidor no tiene por qué embroncarse como me embronqué con Suárez.
Porque fue Suárez, el de Siniestros, quien, al ver que le quitaba el esférico me llamó “cabrón”. Suárez en la oficina nunca –créanme- me hubiera llamado “cabrón”; Suárez en la oficina es un tipo diligente y reservado que sabe medir sus palabras. No; Suárez no era un hombre que se dejara llevar por el coraje.
Suárez, el de Siniestros, se limitó a proclamar algo que –ya en el coche, camino de casa, lo entendí- toda la asesoría sabía: mi esposa me traicionaba; me ponía los cuernos. Suárez me llamó “cabrón” y nadie en el terreno de juego se apresuró a desmentirle; nadie le afeó la conducta; nadie detuvo el juego para pedirle explicaciones.
¿Cómo no me había dado cuenta –como lo hice a partir de ese instante- de los susurros, de los comentarios a media voz, de la complicidad con que se miraban mis colegas? Todos –era evidente- sabían que era un pobre cornudo, un “cabrón” como sentenció Suárez en el polideportivo. Sí, ahora entendía las palmaditas de Martínez, el de Decesos; el gesto siempre condescendiente de Gálvez…
Era un “cabrón”. De eso no había ya ninguna duda. Lo inquietante –parecía, aún, tan enamorada- era con quién me engañaba mi mujer. Me pasaba las noches en blanco, desvelado por la certidumbre de que horas antes otro hombre había ocupado mi lado de la cama; recorría las habitaciones buscando un indicio indiscutible de aquel adulterio que era la comidilla de toda la Compañía; regresaba intempestivamente a casa con la intención de sorprender a los amantes.
Matilde acabó pidiéndome explicaciones por aquel comportamiento.
Sé, cariño, que me engañas con otro hombre –dije, esperando que la luz de Septiembre que entraba por el balcón endulzara mis palabras.
¿Quién te ha dicho semejante tontería? –se revolvió ella indignada.
Suárez, el de Siniestros, me llamó “cabrón” y Suárez -tú, cielo, no sabes lo educadito que es Suárez- nunca habla así, sin ton ni son –repuse.
Ella me abrazó entonces con una delicadeza que creía olvidada y me explicó con paciencia maternal que ese “cabrón” no debía tomarlo al pie de la letra, que ese tal Suárez se dejó llevar, sin duda, por la rabia y lo dijo en sentido figurado. Que a ella le llamaban a veces “verdulera” u “ordinaria” y que nunca –afirmó, hurgándose la nariz- había dado a aquellos insultos ningún crédito. Que en alguna ocasión incluso ella me había soltado algún “idiota”, “imbécil”, “tontorrón” o “calzonazos” pero que no tenía ninguna duda de mi capacidad mental; vamos que me sabía listo, avispado y con criterio pero que cuando la sacaba de sus casillas se le escapaban aquellos improperios.
Luego me colmó de besos e hicimos el amor en el sofá de cretona.
Yo mismo oculté la corbata de Suárez bajo uno de los cojines. Con lo ordenadito –créanme- que es Suárez en la oficina…
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