Se me están olvidando las cosas: me sorprendo con la caja de hilos en la mano sin recordar qué hay dentro, ni para qué sirve. No es que haya gozado nunca de buena memoria, pero esta huida de nombres y de lugares me resulta nueva. Intento disimular, pero mi hija no se cree ya mis excusas. El viernes me llevan al médico.
Yo sé qué me pasa. No estamos pensados para vivir tanto, y nos gastamos por partes, como los asientos de mucho uso. Pero qué mala suerte la mía que en lugar de otro órgano se me apague la memoria. Yo que he aprendido tantas cosas, que he sido tan curiosa…
Y así aprendí el nombre de todas nuestras ovejas, y luego, cuando nos mudamos a la ciudad, de las calles. Aprendí a leer, y a escribir, y las cuatro reglas, y la lista de los reyes godos. Sé hacer un pespunte, y un ojal, y un hilván a mano, y cerrar la maldita caja de hilos que nunca encaja bien. Sé tres recetas de escabeche, y cómo calmar a un niño que llora solo con acariciarle la cabecita, y si necesita un chusco de pan para afilar los dientes o un dulce para suavizar la pena. Sé calcular cuándo un huevo está cocido, y cómo conservarlos en cal, sé limpiar una cafetera de posos y que los cristales brillen como pulidos. Qué desperdicio, que se olvide todo esto. Creo que me dejarán quedarme con alguno de esos recuerdos. La vida no puede ser tan injusta.
Espido Freire.
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